miércoles, 16 de enero de 2008

¿Puede cualquiera ser un catador?

(Artículo publicado en Todovino.)

La respuesta, definitivamente, es sí. Si yo pude...

A catar, como a casi todo en esta vida, hay que ponerle ganas, entusiasmo y, sobre todo, practicar, practicar mucho. Si además es de los afortunados que tienen cierta memoria sensorial, podría llegar a desenvolverse con bastante soltura frente a una copa de vino.

Necesitará también convencerse de que es posible. Y eso no es fácil. Recuerdo, en una de mis primeras visitas a una bodega, a mi experimentado jefe de entonces comentando con el enólogo los evidentes aromas lácticos del vino que yo no conseguía encontrar de ninguna manera. Pensé que mis días en el mundo del vino estaban contados. Ni siquiera era capaz de captar algo aparentemente tan “evidente” como si un vino había sido criado o no en madera.

Aunque no lo crean, esta sensación de incapacidad va desapareciendo paulatinamente a medida que uno incrementa su experiencia de cata. En parte, se trata de poner en práctica unos sentidos a menudo infrautilizados y de intentar estar “alerta” a las sensaciones aromáticas, táctiles y gustativas que nos produce el vino.

Cómo captamos los aromas y los sabores
El olfato es el sentido más importante de la cata. También es el que está más ligado a las emociones y la memoria. Un olor puede traernos rápidamente a la mente recuerdos de gentes, lugares o sensaciones.

¿Sabían que el Premio Nobel de Medicina fue concedido en 2004 a Richard Axel y Linda B. Buck por sus trabajos sobre el funcionamiento de nuestro sistema olfativo?

Sus primeras conclusiones, publicadas en 1991, se basaban en el descubrimiento de unos 1.000 genes diferentes (el 3% del total) que contaban con igual número de receptores olfativos situados en una pequeña área en la parte superior de la cavidad nasal. Cuando percibimos un olor se activan uno o varios de estos receptores que mandan una señal nerviosa al cerebro.

Nuestros receptores olfativos pueden llegar a distinguir y almacenar 10.000 olores distintos. De hecho, la mayoría de los olores están compuestos por múltiples moléculas odoríferas, cada una de las cuales activa algunos de estos receptores. Esto crea una especie de “código” o “modelo” que los investigadores Axel y Buck comparan con un mosaico y que es lo que nos permite memorizar olores y reconocerlos.

El sentido del gusto depende en gran medida del sentido del olfato. Cuando paladeamos un alimento o un vino, se oprduce una “volatilización” que hace que los aromas asciendan desde la cavidad bucal hasta alcanzar los receptores olfativos de la nariz.

Por eso cuando estamos acatarrados y sentimos que nuestra nariz está “cerrada” la comida prácticamente no nos sabe a nada. También cuando ven a los catadores hacer esos gestos un tanto extraños o aparatosos con la boca –aunque hay que decir que se exagera bastante sobre este particular–, de lo que se trata básicamente es de aspirar una pequeña cantidad de aire por la boca para favorecer esas sensaciones aromáticas por vía “retronasal”. De hecho, cuanto más complejo y rico en matices sea el retronasal (que no es otra cosa que los aromas que detectamos mientras paladeamos
el vino en la boca), más positivamente se valorará un vino.

A menos –y eso es poco habitual– que tengan alguna deficiencia física que les impida sentir de esta manera, sus aptitudes para la cata están ahí; quizás adormecidas o latentes, pero, indudablemente, cuentan con ellas.

Los “supercatadores”
Las únicas investigaciones realizadas hasta la fecha que permiten identificar distintas categorías de catadores se refieren a la cantidad de papilas gustativas presentes en la lengua de cada individuo.

Linda Bartoshuk, del departamento de Otorrinolaringología y Psicología de la Universidad de Yale, es la investigadora más reputada en el campo del gusto. Sus estudios, enfocados a resolver problemas nutricionales y de salud, han sido de gran ayuda para entender que, en lo que se refiere a la percepción del gusto, existen mundos totalmente distintos.

Bartoshuck identificó el grupo de los “supercatadores”, individuos que tienden a experimentar sensaciones más intensas y que reaccionan con gran sensibilidad al sabor amargo. Pero además los “supercatadores” pueden tener en la lengua hasta 1.000 papilas gustativas por centímetro cuadrado, frente a las apenas 40 de un “no catador “(ver gráfico en la otra página). Entre medias, estarían los “catadores medios”, grupo en el que se encuadra la mayoría de la población.

¿Le desagradan las frutas y hortalizas amargas como el brócoli y el pomelo? ¿Le molesta el amargor del café? ¿Evita los alimentos salados, dulces y grasos? Si ha contestado afirmativamente a todas estas preguntas, podría ser un “supercatador”.

No obstante, parece ser que la prueba de fuego para saber en qué grupo se sitúa uno exactamente consiste en testar la sensibilidad frente a un componente amargo, familiarmente llamado PROP (6-n-propylthiouracil). Los “no catadores” no notarán nada; los “catadores medios” detectarán un amargor que no molesta, pero los ipersensibles "supercatadores” lo encontrarán sencillamente insoportable.

Debo decirles que no sé exactamente dónde conseguir el “prop” ni conozco a nadie que se haya sometido a esta prueba. También tengo la intuición de que, en caso de realizarla, quedaría incluida en el grupo de los catadores medios.

Tengo el gusto de conocer catadores excepcionales que pueden detectar múltiples sensaciones en el vino, pero lo que siempre he admirado más en un catador, además de la precisión, es sobre todo la capacidad para situar cada vino en su contexto y, a partir de ahí, valorarlo con justicia. Y esto es algo para lo que, además de papilas gustativas, se
necesita gran conocimiento y experiencia.

¿Cómo se convierte uno en catador?
Fundamentalmente, con práctica, paciencia y buenas dosis de entusiasmo. También es mejor no hacerlo solo. Un grupo de amigos aficionados con los que compartir opiniones, un curso de iniciación a la cata o la lectura frecuente de artículos –a poder ser divertidos y entusiastas– relacionados con el vino puede ser un buen inicio para no ir a ciegas.

Y, por favor, no se les ocurra de entrada intentar definir con exactitud si el vino huele a moras, frambuesas o arándanos o si el toque de madera es láctico, a cacao, vainilla o café. Será mucho más fácil, comparando vinos distintos entre sí, detectar la mayor presencia de fruta o madera, comprobar si un vino es ligero o estructurado, valorar su intensidad o analizar el mayor o menor recuerdo que deja en boca.

Por otro lado, la percepción o evocación de aromas concretos en el vino no deja de tener una vertiente notablemente subjetiva asociada a la experiencia personal de cada individuo. En un vino con evidentes notas tostadas, un catador podrá hablar de “café” y otro de “chimenea”. Tampoco tiene ningún sentido evocar aromas desconocidos o que le resulten totalmente ajenos simplemente porque otros catadores los utilicen con frecuencia.

Pero, poco a poco, a medida que su experiencia y su memoria olfativa y gustativa aumentan, será capaz de reconocer que unos vinos le producen sensaciones más placenteras que otros. Y finalmente será capaz de explicar por qué.

Precisamente, lo más complicado de este proceso no es tanto despertar los sentidos, sino ser capaz de expresar lo que hay en la copa. Recuerdo perfectamente el pánico frente a la hoja en blanco la primera vez que tuve que valorar un vino. Ninguno de los términos de ese profuso y rico vocabulario que utilizan los expertos me parecía que encajaba
con el vino que tenía frente a mí.

Durante mucho tiempo experimente esa sensación de ausencia de palabras. Pero como todo lo demás en la cata, esto también es cuestión de práctica. Mi truco era releer las guías para ver cuáles eran las descripciones más habituales para cada tipo de vino (sobre todo para ciertas variedades de uva y regiones vinícolas). Sin embargo, resulta bastante más práctico apoyarse en alguna “chuleta” preestablecida. Como las ruedas de aromas inventadas por los americanos y versioneadas hasta la saciedad por distintos catadores y escritores de vinos. La original, por si sienten curiosidad, la creo la doctora Ann Noble de la Universidad de Davis (California) y pueden consultarla en www.winearomawheel.com.

El “duro” trabajo del catador
Otro consejo que puedo darles si realmente están interesados en hacer sus pinitos en el mundo de la cata es que desdramaticen. El vino, antes que nada, es divertido y ése es el principal motivo de que un alto porcentaje de las personas que trabajamos en este mundo lo hagamos con unas ganas y un entusiasmo que estoy segura que se pueden
calificar de “superiores a la media”.

Tampoco se piensen que nos pasamos todo el día catando los mejores vinos del mundo.

Esta mañana, sin ir más lejos, de las cerca de 25 muestras que hemos probado, apenas nos hemos quedado con cinco que nos han parecido interesantes y recomendables. Entre ellas había algún blanco con excesiva acidez que hace chirriar especialmente los dientes a las 10 de la mañana y algún tinto marcadamente vegetal y de taninos astringentes que
tampoco era bocado de buen gusto.

Otras veces nos tocan sesiones más maratonianas, por no hablar de los catadores que habitualmente prestan sus servicios como jurado en algunos de los numerosos concursos que se celebran por todo el mundo. Aquí nadie se libra de sesiones de, como poco, 100 vinos diarios.

Catar vinos de depósito y barrica es una experiencia vibrante, pero después de diez muestras de tintos con taninos hirientes que necesitan un cierto tiempo para redondearse, uno tiene el paladar como si le hubieran pasado una lija.

Estos capítulos, que también forman parte del oficio de catador, pueden saltárselos ustedes sin problema. Al fin y al cabo, siempre pueden confiar en algunos de nosotros para hacer el “trabajo duro” y dedicarse únicamente a disfrutar de los vinos más placenteros.

Y cuando lo hagan, sobre todo si han conseguido desempolvar sus sentidos, descubrirán una dimensión “extra”. Porque los estarán probando ya con vocación de catadores.

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