jueves, 17 de enero de 2008

Blanc de blancs (i)

(Artículo publicado en El Confidencial Digital.)

Donde se quería hablar de todos los blancos españoles y extranjeros y al final se habla de los blancos gallegos y vascos, por merecer el tema detenimiento y sutileza.

El sol que trae a los turistas aleja de la península la superioridad en vinos blancos. Esos son placeres del frío. Uno cree que el Señor terminó el mundo por la parte de la Borgoña, y que es allí donde decidió sobrepasarse. En realidad, si cruzamos la agricultura con la magia y hacemos viticultura oculta, nos daremos cuenta de que los mejores blancos están en el ‘non plus ultra’ de la vid: la chardonnay del champaña por el Norte y los generosos andaluces por el sur. Como se sabe, el champaña sólo será exclusivo de uva chardonnay si es ‘blanc de blancs’: de todos modos, el genitivo de ‘blanc de blancs’ no implica un carácter absoluto, como en ‘cantar de los cantares’ o ‘lo peor de lo peor’, y uno, que es ‘kruguista’ como por ejemplo Julien Green*, siempre puede decir que un Krug es ‘blanc de noirs’.

En el extremo sur, allá donde las jacas psicopompas son fecundadas por el viento, están los finos de Jerez y las manzanillas de Sanlúcar. A mí, la acuosidad del fino siempre me ha parecido de una intensidad sápido-poética inigualable, y beberse una copa en invierno, frente a una ventana, pertenece a la galería de los bellos gestos, como lanzarle las llaves del coche al aparcacoches del hotel Intercontinental. Al mediodía, contemplando los esqueletos de los olmos de algún jardín histórico, sintiendo la percusión de la lluvia en el alma y en la calle, es un buen momento para llevarse a los labios una copa de fino y suspirar como si el mundo se acabara entre esplendores. Salvo que uno tenga inmunidad al ridículo, del fino es mejor no abusar porque nos pone ñoños, tontos y sentimentales, lejos del dominio de uno mismo que es atribución del caballero cristiano.

Allá en el norte de España tenemos, con razón, los mejores blancos. A vista de Airbus, el panorama de viñas junto al mar (vinyes verdes bora el mar!) en el Rosal y el Salnés, nos lleva a pensar en la nueva letra turística del himno (valles verdes, mar inmenso, cielo azul) o en una página privilegiada de Risco o de Cunqueiro. En las rías bajas, crece la uva albariño, pocas veces para bien y casi siempre para mal. Rechacemos los albariños con olor a plátano y a lichi y a golosina tropical, indicios de uso de levaduras no santas: contra el mito, lo cierto es que los mejores albariños están en su momento más allá de un año después de la vendimia. El Do Ferreiro Cepas Vellas está entre los más seguros, si bien se comenta que las cepas viejas son dos o tres parras que tienen junto a la casa. Otras casas fiables son Señoráns en sus versiones superiores, y el Lusco normal y el Pazo Piñeiro, cuyo 2005 probé hace poco y que hasta entonces estaba muy fallón. La bodega familiar Zárate ha sacado un albariño honesto, Tras la Viña, y tiene su cuvée El Palomar, no sé si criada en un gran ‘botto’ de castaño, en todo caso excelente. Todos estos son vinos que no han de tomarse muy pronto porque en ese caso sólo nos dejan acidez sin matices y, por tanto, contrariedad y decepción. A mayor acidez, mayor guarda.

Salvo que hablemos de los chacolís vascos, que generalmente sirven muy bien para cocinar un pollo o tener nostalgias si uno es guipuzcoano. En el mejor de los casos, el chacolí es como el agua: inodoro, incoloro, insípido. En el peor de los casos, destroza el esmalte dental y el dibujo de la vajilla. Por supuesto, también hay buenos chacolís: el Itsasmendi y el de Chomin Echaniz (pongan ustedes las falsas ‘tx’). El 2006 de Echaniz, probado con expectativas hace poco, me hizo sospechar por venir la botella visiblemente llena de carbónico –de burbujitas-. Es casi seguro que lo tomé justo después del embotellado, que para un vino es traumático como una circuncisión tardía, por poner el primer ejemplo que se me viene a la cabeza. Estaba impotable y lo arrojé sobre un macizo de azaleas sintéticas. En conclusión, el chacolí seguramente esté bueno en primavera. Al margen de esto, y con perdón a los fundamentalistas del asunto, el vaso de chiquito es seguramente el peor vaso que existe para tomar vino salvo, se me ocurre, el vaso de los tuberculosos. Puajh.

También en Galicia se están haciendo magníficos ribeiros. De adolescente, descubrí el ribeiro maridado con pipas de girasol en esos cuencos blancos porcelánicos. Era en una tasca llamada ‘O nabo de Lugo’, en la calle más pequeña del barrio de Salamanca, esa que le dejaron de propina al General Mola. Un amigo era muy afecto al sitio ese pero me vacuné de Ribeiro por diez años. Sin salir del mismo barrio, este año, el muy abusivo sumiller del Goizeko Wellington aprovechó mi indefensión –no podía discutirle nada- para venderme un Emilio Rojo: una maravilla a precio de maravilla. Cuentan que Emilio Rojo es una especie de profeta barbudo y medio loco, que pasea entre las viñas con un tam-tam, llamando un día al sol, otro a la lluvia. Pese a esto, su vino recupera variedades hasta ahora ancilares como la treixadura o la loureiro, para hacer un vino que es una sorpresa del género no desagradable. Viña Meín, fiable siempre, es una versión más asequible.

Tierra adentro de la Galicia mágica y carnavalesca, llegamos a las laderas del Godello: la Ribeira Sacra y Valdeorras, entre recónditas ermitas y ruidosas factorías de pizarra regidas por narcotraficantes. La godello es una variedad difícil, misteriosa, elegante y compleja, con esa última cortesía de no ser efectista. No esperemos aquí un goloseo fácil sino sobriedad mineral en la expresión y un rastro sutil de manzanos en la niebla. Esto no es un gewurztraminer de Viñas del Vero, no es el blanco ideal para engatusar a alguien en una cena. El godello es siempre contenido y profundo. Guillermo Prada, que no es un profeta sino un joven dinámico, va y viene de las cepas con su Audi TT y sus tijeras de podar. Tiene las más viejas que se conservan de godello y de ahí surge el muy impar Pezas da Portela, sólo superado por la concentración sinfónica –la verdad es sinfónica- del Pedrouzos, elegantemente embotellado en mágnum y seguramente el mejor vino blanco español elaborado desde que los greñudos celtas acamparan por aquí. Más baratos y famosos son Valdesil y Montenovo. Todo esto quiere decir que incluso en este cuero puesto al sol que es España hay lugar para blancos con personalidad y prestancia. Para otro día queda hablar de los blancos catalanes y de los castellanos: esos Ruedas tan caballerosos que son ‘la gala de Medina, la flor de Olmedo’, como escribió Lope y cantó Bola de Nieve. Más allá, el amplio mundo nos espera: del Danubio al Rin y al Tajo aurífero que se suaviza en Tejo al entrar en Portugal.

*Julien Green es un interesante escritor norteamericano en francés. Historia familiar compleja. Fue converso al catolicismo y homosexual no practicante, en todo caso menos rijoso y menos mentiroso y menos exhibicionista que Gide. Siempre le quedó un rasgo puritano, lo cual contribuyó a hacer de él un hombre elegante, fino y tímido. Es uno de los grandes diaristas del siglo XX aunque estos diarios todavía buscan un editor o antólogo en español. Por lo demás, es conocido por sus novelas de densísima paginación –a veces- y psicología –siempre-: Leviatán, Si j’étais vous, Varuna, etc. También son de reseñar su óptimo Panfleto contra los católicos de Francia y su Partir avant le jour, autobiográfico. Murió casi centenario y siempre cordial y misterioso. Me sorprendió mucho que bebiera champán Krug, que entonces y ahora es un champán de mucho precio y que requiere bastante frecuentación hasta que uno se convierte en un adepto: tengo la vaga noción de que Green era rico de casa y por eso pudo dedicarse a la literatura de la angustia y a la ingesta de champán. Paul Morand y Bernard Pivot también fueron notables kruguistas aunque Morand sea el escritor que resume lo mejor del siglo XX y Pivot un simpático francés con lo que se suele llamar inquietudes culturales.

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